Mixquic, donde viven los muertos

• Desde tres o cuatro días antes del 31 de octubre de cada año, los pobladores de San Andrés Mixquic inician con febril entusiasmo los preparativos para recibir dignamente a los Fieles Difuntos. Para los mixquenses honrar a la muerte, con seriedad y respeto, es cuestión vital

Por Silvestre Leyte López | Revista Nosotros, Núm. 9 | Octubre de 1997

A Tecla, que trascenderá la Muerte

Don Epifanio Ríos murió hace más de 50 años, allá por 1942. Desde entonces, cada primero de noviembre regresa a su casa del Barrio de San Agustín, en Mixquic, a saborear los ricos tamales que en vida tanto le gustaron y que ahora solamente prueba cada año, durante la celebración del Día de Muertos.

Llega –asegura su nieta María Ríos, de 66 años de edad– acompañado de su esposa Ramona Bustamante, también difunta, y juntos «saborean, aunque de a poquitos», todos los platillos, bebidas, frutas y dulces que sus hijos y nietos les han preparado y dispuesto en la ofrenda instalada en el cuarto principal de la casa que en vida le perteneció a don Epifanio.

Envueltas por el humo del sahumerio las ánimas comen y beben, charlan y fuman, luego de que los difuntos niños se han marchado ya. Mientras, en respetuoso silencio María vigila que los cirios estén encendidos, echa más sahumerio al sahumador y sirve más mole y piezas de guajolote en las cazuelas de la ofrenda.

Como don Epifanio y su esposa, dice la gente de Mixquic, las almas de sus parientes muertos regresan cada año a convivir con ellos los días 31 de octubre, 1 y 2 de noviembre de cada año.

En la casa del mezquite

Para los habitantes de San Andrés Mixquic, pequeño pueblo asentado en la parte más oriental de la delegación Tláhuac, celebrar el Día de Muertos es una tradición transmitida de generación en generación que se remonta a casi mil años atrás. Desde entonces y hasta nuestros días, aunque resulte paradójico, para los mixquenses honrar a la Muerte es una cuestión vital, la cual llevan a cabo con seriedad y respeto, conocedores de sus raíces, su historia y su trascendencia.

El nombre de Mixquic, de acuerdo al Códice Mendocino, se deriva de los vocablos Mizqui~Mezquite, y C~En, es decir, significa «en el mezquite». Este significado surge de la interpretación de los signos: un mezquite, árbol de las leguminosas, caracterizado por sus espinas y frutos, sobre el signo Calli, que significa casa, al que generalmente se le expresa con las terminaciones Cal y Co. La lectura fonética es Mix-Cal-Co, la cual por metaplasmo se transforma en Mix-Qui-C, «en la casa del mezquite».

Dicho jeroglífico y su interpretación son las más aceptadas, inclusive por la población, que las ha adoptado como símbolo y significado de su nombre. Sin embargo, según otras fuentes Mixquic se deriva de la voz nahua Miquiztli~Muerte, que a su vez se descompone en Miquiz~Morir y Tli, que funciona como gerundio. De acuerdo a lo cual significaría «donde la muerte».

Para defender su posición argumentan que la idea de aridez del significado «en el mezquital» o «lugar de mezquites» no concuerda con la condición lacustre de Mixquic. Más bien –añaden– debe hacerse referencia a un templo sacrificatorio o de penitencia corporal por la clara asociación que tenían los mezquites con estas prácticas, como puede observarse en una lámina del Códice de la Peregrinación, en la que un sacerdote efectúa sacrificios humanos utilizando a manera de altares biznagas o mezquites.

La cultura de la muerte

Desde su mismo nombre y su fundación, alrededor de 1168 en una de las tres islas que entonces existían en el Lago de Chalco, la historia de Mixquic está íntimamente ligada al culto a la Muerte.

Sus primeros pobladores fueron descendientes del imperio Chichimeca –según el historiador jesuita Francisco Javier Clavijero– quienes aprovechando la condición lacustre de la zona se dedicaron a la pesca, abundante entonces, la cual fue su principal alimentación diaria. Esta etapa de su historia es reconocida siglos después cuando sus evangelizadores, los frailes agustinos, designan como su Santo Patrono a San Andrés Apóstol, cuya imagen lleva colgando de su mano una trucha.

Así, seguros de contar con alimentación diaria, los mixquenses antiguos se dedicaron a cultivar su religión cuya deidad principal era Mixquitl, Diosa de la Muerte. En honor de ésta eran sacrificados los enemigos capturados durante las guerras contra otros pueblos. El ritual anterior al sacrificio humano era una auténtica fiesta en la cual los sacerdotes vestían lujosos trajes y bellísimos penachos, los jóvenes y las doncellas bailaban y los mayores comían y bebían pulque.

Antes, al amanecer, con solemnidad y reverencia adornaban el Xocotl, que era un madero sagrado colocado verticalmente en el patio del templo, y a su alrededor se colocaba una gran cantidad de comida y bebida, flores, juguetes de hueso o barro, todo lo cual estaba colocado con buen gusto, formando un cuadro de gran belleza y colorido, antecedente indudable de la actual ofrenda.

A los prisioneros que iban a ser sacrificados se les adornaba y coloreaba aguardando así hasta la medianoche, hora en que se les cortaban de raíz sus cabellos, luego de lo cual eran formados en fila frente al Tzompantli donde, desnudos ya, porque muertos no necesitarían vestido, se les espetaba la cabeza, ofrendando ésta a Mixquitl.

Para los mixquenses antiguos el ceremonial que culmina con los sacrificios humanos, de sus enemigos y entre ellos mismos, no es una mera costumbre sangrienta, sin sentido ni objetivos, sino un ritual necesario por sagrado y mágico para trascender esta vida y acceder a un estadio superior en el infinito devenir del Tiempo. Porque para ellos, como para la mayoría de los pueblos mesoamericanos, la vida no termina con la muerte.

Cuando los españoles en su afán de conquista se asoman al Valle de México desde el paso de Cortés y ven por primera vez las tres islas del Lago de Chalco, los habitantes de Mixquic tienen ya siglos de ser reconocidos por los demás pueblos como una comunidad dedicada al trabajo y a su religión, tal como ellos la conciben.

Luego de la conquista del imperio azteca y de los demás pueblos del Valle de México por medio de las armas, los evangelizadores españoles inician la conquista espiritual de los nativos, tarea que tiene como uno de sus principales objetivos acabar con la Cultura de la Muerte, a la que los españoles, por no comprenderla, califican como prácticas bárbaras y sangrientas, inspiradas por el mismo demonio. Tratando de borrar estas expresiones, pero al mismo tiempo para que los indios acudan a ellos, los frailes católicos ordenan la construcción de sus conventos y templos sobre las ruinas de los teocalis.

Sin embargo, los evangelizadores no logran totalmente su objetivo ya que el culto a la Muerte entre los pueblos mesoamericanos, y sobre todo en Mixquic, forma parte de toda una visión del Cosmos en la cual la dualidad vida~muerte guarda una relación dialéctica cuya máxima expresión, los sacrificios humanos, son indispensables para que, paradójicamente, la vida continúe. Esta concepción choca con la visión judeo-cristiana de los conquistadores acerca de la Muerte, a la que consideran como un castigo que Dios impone a los hombres por desobedecerlo. La muerte para los españoles es algo terrible e inevitable, por lo que la temen y rechazan.

A pesar de los esfuerzos de los conquistadores mediante la espada o una cruz, para borrar la Cultura de la Muerte, ésta subsiste mimetizándose con los oficios, ritos y tradiciones de origen judeo-cristiano. Sin perder su esencia, se funde con las celebraciones de la religión cristiana, a la cual inclusive aporta algunas de sus características prehispánicas, trascendiendo hasta nuestros días.

Hoy en Mixquic somos testigos de una manifestación sincrética de la fusión de la Cultura de la Muerte y el Cristianismo, en la que notoriamente predomina la primera, es decir, la Celebración del Día de Muertos.

La víspera

Desde tres o cuatro días antes del 31 de octubre de cada año, los pobladores de Mixquic inician con febril entusiasmo los preparativos para recibir dignamente a los Fieles Difuntos. Apacible y tranquilo durante el resto del año, puede decirse que en estas fechas el pueblo de Mixquic despierta a la vida para celebrar a los muertos.

Lo primero es ir al panteón~atrio de la parroquia de San Andrés Apóstol para arreglar las tumbas de los parientes fallecidos. Cuando la tumba es de concreto, granito u otro material duro, se barre, se lava, se corta la hierba que la rodea y se asean los floreros. En el caso de los sepulcros de tierra, que son la mayoría, se deshierba su superficie y a su alrededor, se les rocea agua y, ayudada con una pala o cuchara de albañilería, la gente les vuelve a dar su tradicional forma. Como generalmente pertenecen a familias de escasos recursos, en sus extremos se les colocan botes de lámina que harán las veces de floreros. De esta manera los sepulcros quedan listos para ser enflorados con alhelíes y cempoaxochitl a partir del 31 de octubre.

Una vez efectuada la limpieza en el cementerio, comienza el aseo general de la casa, ya que los difuntos vienen a una fiesta y hay que recibirlos de la mejor manera posible, con limpieza, alegría y una gran ofrenda. Entonces, se lavan y repintan las paredes, puertas, ventanas, mesas y sillas. Las mujeres sacuden los muebles, lavan las cortinas, manteles, servilletas, trastos y pisos.

En especial, se limpia y arregla el cuarto o espacio donde se pondrá la ofrenda, casi siempre bajo o junto al altar familiar, para que durante su festividad las ánimas se la pasen a gusto.

La ofrenda

El oloroso humo del sahumerio se eleva y esparce por todo el cuarto e impregna el ambiente, recorre la mesa mezclándose con el aroma de las flores, las frutas y la comida, cuya artística colocación conforma la tradicional ofrenda del Día de Muertos, hermoso y brillante mosaico multicolor.

Ramitos de cempaxochitl adornan las patas y las orillas de la mesa, sobre cuya superficie con lento chisporrotear se consumen unas veladoras encendidas, junto a un vaso con agua y un plato con sal que han de probar las ánimas durante su visita. En el centro de la mesa se han dispuesto cazuelas con arroz,  mole y un guajolote entero; en otras más pequeñas más mole con piezas de pollo y a su lado un jarro grande lleno de pulque, tequila y cigarros, para provecho de los difuntos mayores.

A los lados de la mesa se amontonan racimos de plátanos, morados, amarillos y hasta verdes, rojas manzanas, naranjas, guayabas, mandarinas, limas y, ordenados, pequeños trozos de caña de azúcar. Más abajo, está una jarra llena de atole de masa rodeada de bastante del llamado pan de muerto, rodeos y bollos, hecho especialmente para esta ocasión.

En platones aparte, semejando ser de cristal, están la calabaza y los tejocotes en dulce, preparados, seguramente, pensando en los difuntos niños.

Centrada, al fondo, una serena imagen de la Virgen de Guadalupe parece observar los detalles de la ofrenda a los Fieles Difuntos, tradición que en Mixquic desde hace siglos se hereda de padres a hijos.

Al pie de la mesa, el color negro de los candelabros contrasta con la blancura de los cirios encendidos y el amarillo intenso del cempoaxochitl que colma los floreros. A un lado de la ofrenda, hay una tina con más flor que servirá para adornar las tumbas de quienes se nos adelantaron en el camino a la otra vida. En el piso, sobre un petate nuevo, se han puesto algunos objetos como un sombrero, un gabán, un machete y un azadón, así como una silla de manufactura antigua, que sin duda pertenecieron al difunto a quien principalmente está dedicada esta ofrenda.

Más adelante, al borde del petate, en el centro de una hilera de cirios encendidos, está un sahumador de brillante barro negro donde arde el sahumerio, cuyo oloroso humo se eleva y envuelve la ofrenda.

La iluminada

Año tras año al parpadear la tarde del 2 de noviembre la gente de Mixquic se concentra en el panteón junto a las tumbas para iluminar el camino al más allá a sus muertos. Toda la población se reúne para efectuar la iluminación, el acto de mayor solemnidad y carga espiritual, así como de belleza estética, con que los mixquenses despiden a sus fieles difuntos.

Hincados o de pie, alrededor de los sepulcros de sus seres queridos, niños, ancianos, adultos y jóvenes encienden miles de velas, queman más sahumerio y rezan produciendo un murmullo que abarca todo el cementerio, iluminado totalmente por la luz de los cirios. La sensación es sobrecogedora. La gente continúa rezando más allá de la medianoche con la vista fija en la tumba o levantando sus ojos al cielo.

En sus caras no hay amargura, llenos de amor y fe, agradecen una visita más de sus parientes muertos, y aunque sienten la despedida, saben que dentro de un año se reunirán de nuevo. Durante la iluminación hasta el cielo se tiñe con la luz de las ceras y el ambiente de incienso y oración abarca al resto del pueblo.

La fiesta popular

Afuera del cementerio, en la plaza y calles del pueblo, la fiesta popular continúa. Desde hace varios años los mayordomos encargados de organizar esta festividad, apoyados por la Delegación Política, preparan una serie de eventos, como obras de teatro, exposiciones, concursos de «calaveras» y de ofrendas, entre otros, con el fin de darle mayor dimensión a esta tradicional celebración. Visitantes, turistas nacionales y extranjeros, vecinos de otros pueblos, periodistas, estudiantes y habitantes del pueblo se arremolinan frente a los espectáculos o recorren las calles rumbo al cementerio a presenciar la iluminación.

También se dirigen a las casas donde han sido invitados para saborear los platillos, frutas y dulces que «los muertitos» dejaron. Otros, compran, consumen, calaveras de amaranto, sopes, tostadas, refrescos, barbacoa, carnitas, etílicos «cantaritos», que en cientos de puestos provisionales se expenden. Fuera del cementerio, donde están los muertos, los vivos viven. Es la contraparte del ambiente que envuelve al panteón~atrio de la parroquia dedicada a San Andrés Apóstol, ese santo que en su mano lleva un pescado. ♦

Portada 9 de la Revista Nosotros correspondiente a octubre de 1997

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