El lago en llamas: el zapatismo en los pueblos de la región de Tláhuac
Por Baruc Martínez Díaz*
Entre los años de 1917 y 1924, nueve pueblos de la región de Tláhuac fueron restituidos y dotados de tierras ejidales por las autoridades carrancista y obregonista que entonces gobernaban México. En ese lapso, fueron entregadas 4,425.8 hectáreas, aproximadamente, a los campesinos de estas nueve comunidades; la mayoría del territorio repartido fue expropiado a la entonces Hacienda de Xico, cuyo propietario había sido el español Íñigo Noriega Laso (véase cuadro Núm. 1). Entonces, ¿qué había cambiado en las altas esferas del poder? Sólo unas pocas décadas antes, los clamores de despojo territorial en contra de los pueblos de la zona, perpetrados por el hacendado español, habían sido negligente y recurrentemente desoídos e, inclusive, acallados de forma violenta y con la connivencia gubernamental. ¿Acaso la mirada estatal se había vuelto benevolente y dadivosa de buenas a primeras y estaba dispuesta a conceder un mínimo de justicia social? En realidad, las razones de este notable viraje se encontraban en los años precedentes, caracterizados por los potentes y duraderos estallidos de violencia campesina que había vivido México, en general, y la región de Tláhuac, en particular. En el marco de la conmemoración del 113 aniversario de la Revolución Mexicana, echemos un vistazo a la efervescencia revolucionaria de nuestra zona y al origen del descontento social local.
La desecación del lago de Chalco y la conformación de la Negociación Agrícola de Xico
A finales del siglo XIX, los pueblos de la región de Tláhuac aún permanecían relacionados estrechamente con el agua, debido a la existencia de grandes llanuras de vegetación acuática, espejos hídricos descubiertos, canales, chinampas y ciénegas. Hacia el oriente, es decir, de Tláhuac a Chalco, todos estos paisajes pertenecían y eran conocidos como las 9,500 hectáreas del gran lago de Chalco y, desde hacía cientos de años, los lugareños habían aprendido a basar su cultura y su economía en el aprovechamiento intensivo de todos estos recursos lacustres. Esta situación, sin embargo, cambió de forma drástica en la última década del siglo XIX cuando Íñigo Noriega y su hermano llegaron a la zona, compraron propiedades, y decidieron implementar un proyecto modernizador cuyo eje principal era la desecación del espejo de agua. Como los hacendados ibéricos poseían una estrecha relación con la élite gubernamental y, sobre todo, con el presidente Porfirio Díaz, sus planes fueron aprobados de forma expedita luego de cubrir los trámites habituales: el 17 de octubre de 1895, el Estado mexicano los facultó para desecar el lago de Chalco.

El drenado del lago se realizó en dos etapas. De 1896 a 1899 se llevó a cabo la zona norte, es decir, del Canal de Navegación (que seguía el actual curso de la carretera Tláhuac-Chalco) hacia la sierra de Santa Catarina; y de 1902 a 1905 se desaguó la parte sur, esto es, del Canal hacia pueblos como Tulyehualco, Ixtayopan, Tetelco y Mixquic. El caso es que en poco menos de una década, la otrora extensión lacustre desapareció para convertirse en los fértiles terrenos de la naciente Negociación Agrícola de Xico y Anexas. El vital líquido fue expulsado de su antiguo lecho por medio de tres grandes canales que lo transportaban hacia el lago de Texcoco: el canal de Ayotla (hoy General), el canal de El Sur (hoy Amecameca) y el canal de La Compañía. Además de ellos, se construyó una centena de kilómetros de zanjas, sangraderas o apantles para el sistema de irrigación y para el transporte por medio de canoas. De esta manera, Íñigo se hizo de una extensa cantidad de tierra fértil a costa de la pérdida territorial de los pueblos ribereños.
En este contexto, las comunidades perdieron un elemento de suma importancia que había sido la base principal de su economía y de su cultura. El paisaje lacustre posibilitaba la pesca, recolección y cacería de anfibios, reptiles, moluscos, insectos, ánades y plantas acuáticas; asimismo, permitía la construcción de chinampas, cuya agricultura intensiva prodigaba vastas y excelentes cosechas de granos, flores y hortalizas que abastecían a los pobladores, así como a los mercados de la capital. Además, los manantiales, canales, lagunas y cuevas eran considerados sitios sagrados porque en ellos vivían los ehecameh o aires: seres sobrehumanos creadores del temporal y a quienes los pobladores les otorgaban diversas ofrendas para obtener beneficios comunitarios y personales. Vistas las cosas desde esta perspectiva, el drenado de las 9,500 hectáreas del espejo de agua significó, para las comunidades, una serie de expropiaciones: ecológica, económica, cultural y epistémica.



Ahora bien, los habitantes ribereños no se quedaron conformes con todo esto que les estaba ocurriendo; desde sus primeros enfrentamientos con Noriega, hacia 1891, los pobladores se opusieron activamente al proyecto modernizador, inclusive de forma violenta, empero, el aparato estatal casi siempre estuvo a favor del ibero y criminalizó y castigó severamente la protesta pueblerina: muchos representantes locales fueron consignados al servicio de las armas y enviados a las haciendas esclavistas del sureste mexicano. Y si bien en un principio las autoridades municipales de los ribereños se trataron de organizar para construir una oposición generalizada, bien pronto fueron cooptadas por Noriega, a través de diversas prebendas, y puestas a trabajar para acallar las protestas y acelerar las obras modernizadoras.
Luego, los pueblos, sin sus representantes políticos, emprendieron largas, costosas e infructuosas luchas legales ante los corruptos tribunales porfiristas.
Este clima desolador estuvo extendido en la región de Tláhuac durante toda la primera década del siglo XX.
Cuando la chinampa ardió: la irrupción zapatista en la zona lacustre
Los primeros brotes de violencia revolucionaria se dejaron sentir en la región de Tláhuac en la primavera de 1911; entonces eran grupos exógenos que se habían levantado amparados en la convocatoria de Francisco I. Madero. Muchos de ellos, en los meses siguientes, adquirieron su autonomía política y se conocieron como zapatistas, ya que seguían los principios del Plan de Ayala (promulgado el 28 de noviembre de 1911) y reconocían la autoridad del general en jefe del Ejército Libertador: Emi-liano Zapata. Durante todo el mes de octubre, y en una actitud francamente ofensiva, los zapatistas desbordaron el núcleo inicial de su revuelta, burlaron el cerco federal sobre ellos impuesto y penetraron la retaguardia profunda de los militares para incursionar en el sur de la Cuenca de México: el 11 atacaron Mixquic y la hacienda de Xico, el 22 Tulyehualco, el 24 Milpa Alta y el 25 Tláhuac; en este último punto, en venganza, los federales y el grupo paramilitar de Noriega asesinaron a mansalva a campesinos pacíficos del pueblo. Así pues, la tensión y el clima de violencia precedentes se intensificaron y colocaron a los ribereños en una disyuntiva: o se dejaban asesinar impunemente o tomaban las armas y trataban de recuperar sus territorios perdidos; ésa fue la apuesta al momento de decidir si se colocaban en la línea entre la vida y la muerte que es la guerra. Muchos de ellos se volvieron revolucionarios y a partir de entonces el zapatismo echó raíces en las chinampas.
De 1911 y hasta 1916, por lo menos, los combates y operaciones militares zapatistas fueron en incremento en la región de Tláhuac, sobre todo, en el marco de los diversos preparativos para ocupar la ciudad de México por parte de los surianos: en septiembre de 1912, a mediados de 1913 y a finales de 1914; en esta última, por cierto, lograron su cometido el 27 de noviembre (véase cuadro Núm. 2). Sin la participación de los pueblos del Distrito Federal, de la zona serrana y de la lacustre, el Ejército Libertador difícilmente habría podido ocupar la capital de la República, no obstante, gracias al decidido y multitudinario apoyo de los nahuas locales, la revolución campesina penetró y destruyó el vetusto corazón del poder colonial impuesto desde el siglo XVI. Pocos meses después, y ante una nueva avanzada carrancista, los zapatistas llevaron a cabo su mayor operativo militar alrededor de la Cuenca de México, abarcando un radio de 1,490 km2, y de esta forma, recuperaron el control total del Distrito Federal. En esta acción estratégica, San Pedro Tláhuac se convirtió en un sitio fundamental para la planeación de los avances surianos y en el centro de operaciones más importante, ya que el propio Emiliano Zapata, desde ahí, dirigió los trabajos correspondientes antes de marchar hacia Iztapalapa.
Aunque el poder zapatista fue en incremento hasta 1915, la correlación de fuerzas cambió en los años siguientes por diversos motivos, sin embargo, debe tenerse en cuenta el apoyo que Estados Unidos le brindó a los carrancistas; ya sea de forma monetaria o armamentista. El hecho es que la unión campesina suriana-norteña del villismo y zapatismo fue destruida por la contrarrevolución de Venustiano Carranza y su base financiera yankee. A partir de entonces, los territorios zapatistas fueron duramente ocupados y arrasados: comunidades enteras quemadas y poblaciones reconcentradas en zonas controladas por los ejércitos invasores. Pueblos de la zona como Tláhuac, Tlaltenco, Xico y Santa Catarina fueron quemados y sus habitantes se refugiaron donde pudieron: en las chinampas, en los cerros y en otras comunidades morelenses zapatistas.
En la región de Tláhuac las principales fuerzas que operaron fueron las siguientes: la brigada del general Herminio Chavarría, perteneciente a la División Amador Salazar; la División Everardo González; la División Genovevo de la O; y la División Valentín Reyes. Estos cuerpos zapatistas fueron los que se encargaron de mantener a los pueblos levantados en armas y de seguir enarbolando el reclamo campesino por la restitución territorial. Ante este clima de violencia extrema, al carrancismo no le quedó otra salida más que ofrecer un paliativo eficaz: restituir o dotar de ejidos a los pueblos de filiación zapatista.
Y así lo hicieron como se puede observar en el cuadro Núm. 2.

Fue una estrategia para frenar y desmovilizar la insurrección y, ciertamente, les funcionó en un contexto de profundo desgaste pueblerino y de rechazo a una prolongación de la guerra. Los pueblos obtuvieron algo a cambio de lo que habían perdido: no fue suficiente, como el siglo XX lo demostró, pero pudieron extender su vocación campesina algunas generaciones más. En esta lucha e incertidumbre continúan las comunidades de Tláhuac. ♦
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* Museo Regional de Tláhuac

Fotografía de portada del archivo particular de Agustín Timoteo Villanueva a cargo del cronista Manuel Garcés Jiménez. Gestiones para conseguir la imagen de Baruc Martínez Díaz. En la parte superior, de pie, y de izquierda a derecha: 1. coronel Timoteo Villanueva Ramos (de Tecomitl); 2. coronel Lázaro García Montoya (origen desconocido), y 3. el coronel Julián Suárez (de Tecomitl). Abajo, sentados, y de izquierda a derecha: 4. licenciado Mauricio L. Chirinos (de Tlaltenco); 5. general Herminio Chavarría (de Aztahuacán), y 6. el coronel José F. Chavarría (de Aztahuacán y primo de Herminio).

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