Quehaceres y oficios en vías de extinción o que ya se extinguieron
Por Manuel Garcés Jiménez*
Durante la adolescencia veía en calles y plazas a personas realizando sus actividades cotidianas y comunes del diario acontecer, mismas que al paso de los años poco a poco han ido despareciendo por el desarrollo de la población, la tecnología, la tecnología digital, la nanotecnología, la inteligencia artificial, entre otras innovaciones del siglo XXI. Ahora, esos quehaceres y oficios en extinción son recordados por los cronistas de Milpa Alta.
Comentan los ancestros, oriundos del sureste de la Cuenca de México que durante el virreinato y después de la revolución, estaba en su apogeo el gran Canal de Amecameca, vía fluvial más importante de los habitantes donde transitaban las canoas (acallis) de grandes dimensiones cubiertas con petates (petateras) para cubrirse del sol y de la noche cargadas de mercancías que se producían en estas tierras del sureste al canal que partía con el agua del deshielo de los volcanes, desde Ayapango, pasando por un costado de Chalco, Huitzilzingo, Mixquic, Ixtayopan, Tulyehualco, Tlaxialtemalco e Iztacalco, hasta desembocar en el Centro Histórico de la Ciudad de México.
Durante el trayecto de ocho horas con personas que descansaban sentadas o sobre acostadas saboreando tamales, café y cocoles durante el trayecto, los ofrecía una señora de grandes proporciones físicas con trenzas y delantal con el fogón o bracero con ardientes carbones donde se colocaban las grandes y panzonas ollas de barro con café o té, el nixcómil con tamales para mantenerlos calientitos. Durante la travesía, de un extremo a otro de la canoa los pasajeros pedían su alimento que pasaba de mano en mano, quienes a su vez mandaban el dinero a la «tamalera», el pago de lo solicitado.
El bocadillo pasaba por varias manos hasta su destinatario, tomando en cuenta que la tamalera lavaba los jarros de barro de la misma agua del canal donde muchos de los viajeros con antelación se habían orinado.
Recordamos con añoranza el tranvía que partía de Xochimilco con conexión a Tlalpan y al Centro Histórico de la Ciudad de México con terminal en Tulyehualco, donde actualmente se encuentra la base de taxis. El tren se caracterizaba con sus vagones para pasajeros, tenía plataformas para los productos del campo llamadas góndolas. Estos tranvías desparecieron durante el México posrevolucionario.

Recordamos el transporte de taxis, los cocodrilos, que recorrían las calles y calzadas de la gran Ciudad de México. Tenían dibujado a sus extremos triángulos de color negro y blanco. En el sureste de nuestra Ciudad, el transporte público masivo dio inicio con los camiones México-Xochimilco y otros; los Iztapalapa, de color café claro que partían de Mixquic, pasando por Iztacalco hasta el jardín de Loreto, cerca de la Merced. Tiempo después circularon las elegantes vitrinas, reemplazadas por los camiones ballenas, hasta la llegada de la Ruta 100, años después convertidos en RTP (Red de Transporte Público). Inicialmente el dinero del pasaje se depositaba en la marimba, los microbuses en tubos al tamaño de las monedas. Los carros de pasajeros se depositaban en alcancías cilíndricas, ahora el pago es con tarjeta.



Los primeros transportes de pasajeros tenían en la parte de atrás una escalera que llegaba al toldo, a la canastilla para bultos y personas que no cabían en el interior. Cada unidad contaba con su cobrador con bolsa de cuero colgado en la cintura para depositar las monedas; es el personaje que cobraba a los pasajeros a cambio entregaba un boleto como comprobante de viaje. Durante el trayecto, ocasionalmente subía el inspector verificando que los pasajeros habían pagado el viaje mostrando su boleto.

Fue allá en la década de los años ochenta cuando de Taxqueña a Villa Milpa Alta circulaba el trolebús, que por su lentitud en la subida a Milpa Alta, a cinco años de su introducción fueron retirados. Después llegaron los autobuses dobles de Taxqueña a Tecómitl, retirados para convertirlos en metrobuses de la Ciudad de México.
Los evangelistas. Una de las actividades ancestrales que relata el ministro plenipotenciario de los Estados Unidos Joel Roberts Poinsett, es el papel que jugaron los evangelistas, hombres de pleno conocimiento en la redacción de cartas de amor, felicitaciones, mensajes, solicitudes de trabajo, entre otras escrituras, y de las cuales comentó:
«Atravesamos la plaza hasta la estatua de Carlos IV. Allí, sentados en los escalones del recinto, encontramos a unos individuos llamados evengelistas. Su oficio es el de escribir peticiones y cartas para las personas que no saben hacerlo ellas mismas. Envuelto en su cobija y provisto de pluma, papel y tinta y un cesto lleno de papeles. El evangelista está listo para proporcionar carta en verso o en prosa a todos los que se las pidan. Escuché un rato a uno que a ruego de una bonita muchacha escribía una carta donde hábilmente captó las emociones de ella. Es asombrosa la facilidad con que escriben estos hombres. Memoriales a ministros y magistrados, cartas de pésame y felicitación, misivas que trascienden amor y amistad se suceden unos a otros con rapidez, y parecen costarles poco esfuerzo».
Lo anterior viene al recuerdo durante la época de los años ochenta cuando en la plaza de Santo Domingo (frente al Museo de la Medicina y la iglesia del Cristo del Rebozo) en el portal, al lado oriente se veía a hombres sentados con sus mesas donde descansaban las máquinas mecánicas Remington que con el tac, tac, tac de sus teclas sonaban sin descanso en la redacción de cartas de recomendación, solicitud de trabajo, misivas e, inclusive, cartas de amor.
El pio, pio, pio, de los pollitos. Con mis padres veía a ciertos personajes que ofrecían los pollitos encerrados en cajas cuadradas de cartón como de 60 centímetros cuadrados y doce centímetros de altura, donde se guardaban las docenas de aves de color amarillo, blanco, negros y habados, caminando con la caja sobre la cabeza gritando:«¡Los pollos marchante!». Las señoras que tenían patio fueron las mejores marchantas.
A saborear la carne de chito. A la entrada del parque de Chapultepec algunas personas con una mesa de tijera con una canasta de mimbre repleta de trozos de carne dura de color café obscuro y enchilado, marcaban la «¡la carne de chito!», ofrecida a los paseantes. Algunos la adquirían en un pedazo de papel de estraza con la mitad de limón. Dicen que esa carne era de burro, otros comentaban que era de caballo. «Sepa Dios de donde se obtenía», muchas personas la saboreaban durante el trayecto a la entrada del parque.
La cocina tradicional. Las abuelas, a pesar de la extrema pobreza fueron excelentes, ahorrativas y cuidadosas en preparar los alimentos en ollas de barro, cucharas de madera, molcajete y metate de piedra volcánica, instrumentos indiscutibles de la cocina con el inseparable tlecuil donde ardían los leños para la preparación de los alimentos.
Era común ver el vinagre en recipientes de vidrio donde se reproducían las natas alimentadas con agua y piloncillo. Además, conservaban el pan duro para ser molido para empanizar. Las pepitas de chiles secos (guajillos, pasilla, ancho) se depositaban para la preparación del pipián. Todo cocinado con manteca de cerdo. ♦
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* Presidente del Consejo de la Crónica de Milpa Alta
Pie de fotografía superior: Puente Cuauhtemoc en San Juan Ixtayopan, alcaldía de Tláhuac, sobre el Canal de Amecameca.

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