Literatura | «La cuenta del ponche», «¿Cuál es la prisa?» y «El suertudo»
Quien se define como un lector que ha comprado, leído, prestado y regalado una gran cantidad de libros, hoy regala a los lectores de nuestra revista digital tres cuentos de su autoría.
En efecto, se trata de Leonardo Rafael Zamora Lira, quien tras de ser asiduo lector de clásicos como Mark Twain y Julio Verne, y tener entre sus escritores favoritos a Isaac Asimov, Mario Puzzo, Gabriel García Márquez y Luis Spota, incursionó en el género del cuento y escribió varios que recopiló en el libro Cuentos para regalar.
Hasta donde sabemos, Leonardo Rafael dejó de radicar en la Ciudad de México para ir a vivir a la ciudad de Morelia, Michoacán, donde el doctor Virgilio Sánchez Calzada, originario de esa bella capital, le obsequió a su vez su libro de cuentos La muerte de Colombina y otras muertes, tras lo cual se propuso escribir algunos relatos y conformar un manuscrito que se volviera libro.
Es así como en esta entrega, del libro Cuentos para regalar hemos tomado tres, para ponerlos a disposición y disfrute de nuestros selectos lectores.
La cuenta del ponche
¡No lo podía creer! El mánager le estaba dando bateo libre a él, el más novato de todos los jugadores que estaban en ese juego, y en el momento clave.
Última entrada. El equipo visitante, arriba por una carrera; un compañero en primera base.
Séptimo juego de la Serie Mundial, y la cuenta del ponche: 2 bolas, 2 strikes, 2 outs.
Esta era su gran oportunidad, y su gran responsabilidad.
De joven, cuando empezaba a jugar beisbol, muchas veces se imaginó que en el séptimo juego de una serie mundial daba un jonrón con casa llena y así ganaban el partido; lo que no se le había ocurrido es que tendría en su contra la cuenta del ponche.
«2, 2 y 2, los patitos en la pizarra», decía un cronista.
La cuenta que lo había derrotado ya muchas veces en su carrera de 11 años de beisbolista, que empezó a los diez años en su amada Poza Rica, Veracruz.
Vio, con un miedo que ya casi llegaba a terror, al inmenso y experimentado pícher contrario prepararse para lanzar, y se dijo a sí mismo que no lo iba a ponchar; cualquier cosa menos el ponche. En el estadio se podía oír el vuelo de una mosca, y por eso percibió el leve carraspeo del lanzador que tenía enfrente, que en lugar de lanzar hacia el home reviró a primera, aun cuando el corredor estaba a sólo un metro de la base.
El bateador se sorprendió y percibió que su contrario también estaba nervioso, a pesar de que la cuenta estaba a su favor, y de alguna manera la situación en general.
Volteó a ver a su mánager, quien le sostuvo la señal: bateo libre. Su mánager confiaba en él.
En ese momento entendió que, aunque la casa no estuviera llena, la situación era prácticamente la misma que había soñado muchas veces: un jonrón lo convertiría en héroe.
La cuenta era lo que le aterraba. ¿Cómo olvidarse de ella?
Si le cambiara la señal, la responsabilidad sería del mánager y no de él; pero el mánager no cambiaría nada, no había otra señal lógica.
De repente todo se iluminó: ya tenía la solución.
Pidió tiempo, se trasladó al círculo de espera de los bateadores, tomó la bolsita de brea e hizo lo inesperado: la aventó hacía arriba, y cuando alcanzó su punto máximo de altura y empezó a caer, movió el bat haciendo un swing poderoso cuidando de no golpear la bolsa. Efectivamente no golpeó la bolsa de brea.
Los fanáticos del equipo visitante, al unísono y haciendo gala del ingenio de las multitudes, gritaron «Strike three. ¡Ponchado!» Hasta los umpires se rieron; dirigió su mirada al pícher contrario; pero él estaba en lo suyo, y notó que también se sonreía y recuperaba instantáneamente la confianza que había perdido unos segundos antes.
Jorge Roberto Lira Martínez, el novato cácher mexicano de 21 años, orgullosamente veracruzano, como su ídolo, Beto Ávila, se dirigió a la caja de bateo, pensando: «Ya me poncharon, esta es cuenta nueva».
Hizo un par de swings con el bat, se rio socarronamente y esperó la pichada que lo proyectó a la fama mundial.
¿Cuál es la prisa?
Como muchas tardes desde que Thais se había reencontrado físicamente con su amigo Rafael, la plática se hizo cada vez más interesante. No podía ser de otra manera; ella era una mujer inteligente y aguda de pensamiento, entre otras virtudes, y él había aprendido con los años a escuchar, realmente a escuchar, a la gente.
Thais, como de costumbre, abrió la plática comentando sus logros semanales. Estaban a punto de cumplir seis meses de verse todos los domingos por la noche en el café más venteado de Morelia, ubicado en una calle que había sido convertida en peatonal por la remodelación urbanística de un presidente municipal preocupado por los espacios pintorescos de su ciudad. Su interlocutor, Rafael, era funcionario de una de las principales empresas de la ciudad, donde Thais había prestado su servicio social cuando estudiaba en la universidad; desde entonces se apreciaban mutuamente.
La amistad se desarrolló, creció paso a paso y se tornó principalmente epistolar cuando ella se fue a continuar sus estudios en Alemania, donde conoció a quien sería su esposo por casi doce años, hasta que la muerte los separó. Por vía electrónica, Rafael conoció a Walter, el esposo, y a los dos frutos del matrimonio, Sandra y Hans.
A la muerte de Walter, Thais decidió quedarse en Alemania; pero llegó el momento en el que pudieron más los lazos familiares, y regresó a su país, México, y en especial a su ciudad, Morelia, donde no tardó en contactar a Rafael y reiniciar los encuentros personales, con lo que la amistad tomó un nuevo impulso.
Esta vez la conversación se fue enfocando poco a poco hacia la responsabilidad tan grande que tienen los padres como tales, y a la verdad universal de que nadie aprende el mejor oficio del ser humano si no lo practica constantemente.
—Yo hubiera pensado que los chicos estarían más a gusto en el zoológico que en el planetario –comentó Thais–; pero creo que están más acostumbrados a los recintos cerrados que a las actividades al aire libre.
—Estás hablando de lo que hacen aquí, en Morelia; pero soy testigo de lo mucho que se divirtieron en Ixtapa, en la playa y en la alberca, durante las vacaciones de Semana Santa –apuntó Rafael.
—Tienes razón; me estoy refiriendo a Morelia. Imagínate, en el medio año que llevamos aquí ya conocen los principales museos y prácticamente todas las iglesias. ¿Te acuerdas que te platiqué de la visita de mis tíos hace como un mes?
—Sí.
—Pues resulta que, estando en la Catedral, Sandra empezó a darles a mis tíos datos de fechas de construcción y de altura, etcétera, etcétera, y el guía que nos acompañaba de plano no pudo aguantarse, y me dijo: «¿Qué estudia su hija? Es muy joven para saber tanto».
—Es que tus hijos son muy listos; salieron a su mamá.
—Gracias. Ojalá sigan así, pues de repente me faltan argumentos para convencerlos de algo en especial. Como bien dicen, «No hay universidad que te enseñe a ser madre», y en mi caso a ser madre y padre, dicho esto sin ánimo de quejarme.
—Pues difiero de ti: sí hay una universidad que nos prepara para ello; es la muy respetable y leal Universidad de la Vida, la que tiene el mayor número de alumnos y de maestros.
—Me haces sonreír; tú, siempre con tus ocurrencias y tu optimismo.
—Para que veas, eso se aprende en dicha universidad. Soy optimista porque aprendí a ver las cosas desde el ángulo correcto, el del positivismo, el de la belleza, el de la bondad, y soy ocurrente porque cargo en mis bolsillos, en mi portafolio, en mi maleta, en mi palm, miles de datos; todo es cuestión de usarlos en los momentos oportunos y en las circunstancias pertinentes.
—Y, según tú, ¿cuál es el plan de estudios de la Universidad?
—Újule… En realidad, no hay un plan de estudios como tal. Hay tantos planes de estudio como personas existen. Cada uno de nosotros tiene sus propias inquietudes, sus propios intereses, y por lo tanto se van cursando las materias en el segundo, minuto, hora, día, semana, mes o año que más nos conviene. Juan, por utilizar un nombre, puede cursar y aprobar Tolerancia en una semana durante su niñez, y Martín puede llevarse unos cuantos años, empezando a los cuarenta.
—Te voy captando la idea. Casi estoy segura de que me vas a decir que la Universidad no expide títulos, ¿o me equivoco?
—Claro que no te equivocas: la Universidad de la Vida no expide títulos; a cambio de eso, les da a todos sus alumnos elementos para que reconozcan entre ellos a los mejores estudiantes; sin embargo, debo decirte que me imagino que hay diplomas de «bondad», «honradez», «perseverancia», «sinceridad» y «simpatía», entre otros, y por eso decimos que Luis es un buen hombre, que Eulalia es justa, que Ramón es simpático, y mucho más.
—Es un enfoque interesante. ¿Cuáles son tus materias preferidas?
—Son tres: Entusiasmo, Responsabilidad y Madurez, porque te permiten definir qué es lo que quieres hacer, y hacerlo correcta y alegremente.
—Todo suena muy bonito. Te conviertes en un estudiante perpetuo. Déjame hacer un chiste… El problema es que, cuando ya estás por graduarte, te mueres.
—¡Qué graciosa! Te sugiero que lo veas desde el ángulo correcto, con optimismo; tómalo como un viaje de prácticas que te llevará a conocer cielos más azules, mujeres y hombres más sabios, fiestas con todos tus amigos de la infancia, de la adolescencia, de la escuela, del trabajo… Podrás de nuevo ver a tus padres y maestros, y ahora sí les darás las gracias. Piénsalo bien, es una bella oportunidad.
—Tienes razón; solamente reflexiono y te digo: ¿cuál es la prisa, Rafa? Nos falta mucho que estudiar.
Una vez más, como todos los domingos –y no podía ser de otra manera–, la agudeza mental de Thais provocó en Rafael una gran carcajada.
El Suertudo
—¡Despiértate, desgraciado: te quiere ver el General!
Le sorprendió al Suertudo que esta vez no lo golpearan; tenía tres días recibiendo inmisericordemente una golpiza tras otra.
—Ándale, cabrón: vamos a las regaderas para que te bañes y te cambies; ni modo que apestes cuando te vea el General.
No supo ni cómo llegó al baño, hasta que el fuerte chorro de agua fría lo despertó. Al principio casi, casi le dolió lo frío del agua; pero unos segundos después empezó a sentirse verdaderamente bien. Con la lajita de jabón que le dieron se quitó toda la suciedad que se le había acumulado durante su encierro, y una vez limpio tuvo tiempo para empezar a razonar cómo era que la suerte le daba la espalda en esos momentos.
Él, que siempre había presumido de su suerte –no por nada le decían el Suertudo–, se descuidó al visitar a su novia en turno, y lo pepenaron los verdes. Por la forma en que lo interrogaron, se dio cuenta inmediatamente que alguien lo había delatado. Sabían bastante de su vida. Sabían que su madre había muerto durante el parto; sabían que su abuela lo crió hasta que, al entrar a la secundaria, se ganó una beca y tuvo que irse a vivir precisamente a la Casa de los becados.
Sabían que en la Casa conoció a una muchacha lindísima, también becada, a la cual embarazó. Sabían que el papá de la muchacha, un rico terrateniente, lo obligó a casarse con ella, y que, después de nacido su hijo, lo obligó a divorciarse, dándole el rancho Las Delicias, para que no la hiciera de purrún y cediera todos los derechos sobre su hijo a la mamá del pequeño. Fue entonces cuando empezaron a llamarle el Suertudo. Para su suerte, su exesposa, que conservaba su belleza intacta, se casó en el extranjero con un millonario en dólares que adoptó al niño, al que nunca le faltó nada.
Los verdes tenían conocimiento de cómo Israel Merino, el capo de capos del Cártel del Noreste, le ofreció rentarle su Rancho, ya que era un rancho acreditado en la región y contaba con espacio junto al mar donde podían aterrizar avionetas. El ofrecimiento de Rael –el apodo del mafioso– fue como los del Padrino… el Suertudo no se pudo rehusar.
Lo que no sabían los del ejército era la ubicación exacta del Suertudo dentro de la organización, y él hasta el momento no había dado ni siquiera una pequeña pista.
Los verdes, en especial un teniente Montes, lo torturaron física y sicológicamente en forma brutal, y a pesar de eso no lo lograron doblegar; sin embargo, él estaba consciente de que no lo dejarían salir de la cárcel. De hecho, pudo notar que no se había registrado su entrada, y que lo tenían en una zona aislada. Sí, su suerte lo abandonaba.
La abrupta entrada del teniente Montes lo sacó de su meditación. El teniente cerró la llave del agua y le dio una toalla, indicándole que pasara a un cuarto al lado de las regaderas, donde sólo había un par de bancas de madera. Cuando le pidió ropa a su verdugo, este simplemente lo ignoró, y de un empujón lo situó frente a una de las bancas, diciéndole en forma grosera: «¡Siéntate, pendejete!»
Enseguida, el teniente se retiró, y después de unos minutos, que se hicieron eternos por el frío que sentía al estar sin ropa, entró el General. Cuál no sería su sorpresa al reconocer a uno de los mejores amigos de Rael. Abrió tanto los ojos que el recién llegado se llevó el dedo índice de la mano izquierda a los labios, señal universal de silencio. El General, a quien él conocía por Paco, y al que nunca había visto de uniforme, se acercó hasta quedar pegado a su oreja, y le dijo:
—Te voy a tener que amarrar las manos y golpear, y tú vas a hacer como que me dices algo al oído cuando me acerque. Escúchame tranquilamente: es por tu bien, Suertudo; no la vayas a cagar. Si todo sale como lo he planeado, mañana vas a estar muy cerca de tu rancho. Si entendiste bien lo que te dije, mueve la cabeza negativamente y dame un golpe en el hombro lo más fuerte que puedas; acuérdate: estamos fingiendo, pero debemos hacerles creer que somos rivales. Ahora dame el trancazo.
Al recibir el golpe, el General llamó a gritos al teniente, a quien le pidió que le amarrase las manos al reo y que se retirase. El teniente obedeció haciendo lo que le pedía el General. Antes de salir, oyó claramente decir a su superior con una voz muy tranquila:
—Ahora vas a saber lo que es desafiar a un general.
El militar se puso a la espalda del Suertudo y lo tomó del cuello apretando poco a poco. El Suertudo entendió, y empezó a gritar como desaforado.
—¿No que muy machito? Ya casi lloras, mariconcito de mierda. Déjame darte otra probadita –le dijo antes de volver a apretar en el mismo sitio… Se reía y de repente gritó a todo pulmón–. ¿Dónde está tu jefe ahorita?
El Suertudo movió la cabeza hacia los lados y recibió en respuesta un apretón aún más fuerte.
De repente, el Suertudo se relajó completamente y empezó a mover la boca. Su interrogador se acercó al oído para escuchar.
—¿Lo estoy haciendo bien?
—Sí, Suertudo, muy bien; pero no te rajes a la primera. Ahora te voy a picar a un lado de la panza; grita lo más que puedas, y después haz como que te desmayas. Vamos bien.
—¿De quién quieres burlarte? –gritó enfurecido el General–; a mí no me sales con esas jaladas.
Sacó de su cinturón una especie de tubo que puso al lado del estómago del Suertudo, quien empezó a jadear.
—¡No, no, por favor, no! –se llevó las manos atadas a la boca y fingió el desmayo tirándose al suelo.
—¡Teniente! –gritó el General–, tráigame una cubeta con agua, que este cabroncito se quiere hacer el desmayado. Déjemela aquí; yo se la voy a dar.
Le aventó agua a los ojos y a los oídos, al mismo tiempo que le decía:
—Despierta, papacito, despierta.
El Suertudo se despertó, y brincó al ver de nuevo el tubo, moviendo las manos hacia su abdomen en plan defensivo. El General simplemente se rio, y dijo: «¿Ahora sí?», a lo que el Suertudo contestó con un movimiento de cabeza que se interpretó como un sí.
Al acercarse una vez más el militar hacia la boca del Suertudo, sus caras quedaron de tal manera que se podían hablar mutuamente. El General empezó indicándole al Suertudo:
—Mueve los labios como si estuvieras hablando mientras te digo lo que está pasando; no des ninguna señal de asombro. El ejército tiene sitiado a Rael, y la única manera de salvarlo es que crean que tú me diste el nombre de un pez gordo. Ya lo platiqué con él, y vamos a sacrificar al Arqui; por lo tanto, cuando te desaten las manos vas a escribir en un papel que te va a dar el teniente la palabra Arqui, el nombre Juan Reyes y Rancho El Zapote. Después de que les des el papel, te van a regresar a la celda donde estabas, y seguramente te van a insultar y a amenazar con que te van a matar. No les creas; ya que hayamos ido al Zapote y apresado al Arqui, yo regresaré mañana por ti con el oficio del Secretario en el cual te indultan y te dan el carácter de testigo protegido. Cuando salgas de la cárcel, vas a ver una camioneta blanca, sin letreros para no llamar la atención. Aguántame tantito; te voy a dar otro apretón en el cuello, para seguir con la farsa.
El General hizo lo que le dijo al Suertudo, y volvió a acercársele al oído:
—Los de la camioneta te van a rescatar de los soldados en cuanto lleguen a la carretera que va para El Salto, y tú lo único que tienes que hacer es quedarte acurrucado debajo del asiento; no te vayas a levantar hasta que abran la puerta y te digan que salgas.
¿Entendiste todo? ¿Sí? Repítemelo.
—Escribo en el papel que me dé el teniente las palabras Arqui, Juan Reyes y El Zapote; me quedo en la celda tranquilo. Cuando me lleven en el camión del ejército y empiecen los disparos al llegar a la carretera del Salto, me agacho, hasta que los cuates abran la puerta, y me voy con ellos adonde me lleven; supongo que después de eso Rael me dará instrucciones de qué hacer.
—Eso mero; siempre dije que eres muy listo. Vas a ver que todo va a salir de peluche; y ahora, sólo una patadita más para terminar el interrogatorio; discúlpame, pero no hay otra.
—No se preocupe, General; qué suerte la mía de que usted sea de los nuestros.
—Así es. Sigues teniendo mucha suerte. Ponte flojito para que te duela menos.
El General se retiró, no sin antes darle un golpe en el estómago, y una patada muy cerca de la entrepierna. El Suertudo volvió
a exagerar, y esperó a que llegara el teniente, tirado en el suelo y quejándose en voz baja. Cuando finalmente se presentó el teniente Montes con un papel y una pluma, todavía hizo la finta de no escribir, a lo que el teniente respondió tomándolo del cuello como vio que lo había hecho el General, y, entonces sí, el Suertudo escribió lo que le habían pedido.
Efectivamente, de regreso a su celda los soldados se burlaron de él todo el camino, diciéndole: «Ahora sí te mueres, desgraciado, ya no sirves para nada», y comentando que el General era un verdadero chingón para los interrogatorios, que nadie se le había resistido nunca.
A pesar de todo, y de que el uniforme que le dieron apenas le cubría y por lo tanto sentía mucho frío, no tardó mucho en quedarse dormido, pensando que su buena suerte estaba de regreso.
Al día siguiente percibió movimientos inusitados en la cárcel. Cerró los ojos y trató de concentrarse para escuchar lo que llegaba como murmullos.
Alcanzó a escuchar muy tenuemente fragmentos, como:
Se chingaron a todos los que estaban en el rancho…
El General quedó como mero chingón…
Pobre del teniente Montes…
De esta no se levantan…
Lo que dijo el maricón era totalmente cierto…
Se lo van a llevar a México…
La semana que entra viene el preciso…
Encontraron varias toneladas de marihuana y muchos kilos de cocaína…
El trancazo fue de más de cien millones…
Todo lo que podía oír el Suertudo concordaba con el plan del General, y eso lo hizo sentirse tranquilo. Ya cuando estaba oscureciendo, llegó un militar con el rango de capitán, acompañado de un enfermero, que le aplicó tintura de árnica en las diferentes magulladuras que le habían quedado, y otro soldado, que le trajo ropa de civil. Cuando el enfermero terminó de curarlo, el capitán le informó que al día siguiente saldrían hacia la Ciudad de México. Antes de despedirse, enfáticamente le recomendó:
—No se vaya a quejar de las madrizas que le acomodaron, y dele gracias a Dios que el General sea tan listo para darse cuenta que usted tenía información valiosa. Esta ya la libró, por pura suerte; sálgase del negocio y váyase lo más lejos que pueda.
El Suertudo movió la cabeza en señal de estar de acuerdo. De que era suertudo no cabía duda: estaba vivo, y el Arqui muerto; lo que sí veía muy pelón era poder salirse del negocio.
La mañana llegó irrumpiendo con un sol en todo su esplendor; el desayuno fue casi como el de un restaurant: jugo, molletes de frijoles con salsa picosa y un café. Ahora lo importante era acordarse de taparse bien bajo el asiento cuando empezaran los balazos. No pasaron más de diez minutos desde que recogieron los trastos del desayuno, cuando llegó de nuevo el capitán hasta la celda:
—Cerciórese de que no deja nada, y no se le vayan a olvidar mis recomendaciones.
Lo llevó a la puerta de la prisión, y ahí lo subió a un vehículo de color negro que tenía una caseta con rejas. Adelante se subieron el chofer militar y otro soldado. Salieron escoltados por dos jeeps militares, uno adelante con dos soldados, y otro atrás con tres soldados. El capitán dio la orden de partida, y abordó un carro civil que rápidamente se adelantó al convoy. El Suertudo trató de encontrar la camioneta blanca, y no la vio. Al instante reflexionó: «¿Será que tengo tanta suerte que, si me convierto en testigo protegido, hasta al extranjero me mandan?» Se estaba imaginando en una playa en Cuba cuando sintió que la camioneta frenó repentinamente, y empezaron los balazos; por reflejo, se tiró al piso, y trató de poner atención a los gritos. Por más que lo intentó, no captó nada entendible; pero sí notó que la balacera terminaba relativamente pronto; sin embargo, no se movió hasta que se abrió la puerta.
Frente a él estaba el hermano menor del Arqui, Simón Reyes, que lo tomó de un brazo y lo metió a una caja oculta en la parte baja de una camioneta blanca, sin decirle nada. El viaje de más de una hora fue otra tortura para el Suertudo, porque pasaban por los baches y topes a toda velocidad, provocando que se golpeara la cabeza contra la parte superior de la caja, independientemente de que sus heridas en diferentes partes del cuerpo también resentían el golpeteo.
Finalmente, la velocidad de la camioneta disminuyó hasta hacer un alto total. La caja se abrió, y como pudo salió todo envarado. Al empezar a estirar brazos y piernas, notó que estaban en el acantilado de Las Gaviotas, y no pudo contener una súbita oleada de sudor por todo el cuerpo. Tuvo un mal presentimiento: ese era el lugar preferido para deshacerse de los enemigos de Rael.
No pasaron más de diez segundos para que pudiera confirmar que las cosas marchaban mal.
—Pinche Suertudo, ahora sí valiste madres. ¿Creíste que te podías salir con la tuya? Eres un ojete, por tu culpa están muertos Rael y mi hermano. Traidor.
Volteando hacia el grupo, Simón gritó:
—Muchachos: cada uno le puede dar uno o varios tiros en las piernas y en los brazos; que se muera poco a poco. Que sufra lo que mi hermano, y después me lo dejan, para que yo le dé el último tiro.
El Suertudo repasó su vida en esos segundos postreros. Supo que él hubiera reaccionado igual que como lo estaba haciendo Simón. Lo que le dolió fue no poder explicar que en todo caso el traidor era el General. En un momento de desesperación, y sacando fuerzas que le proporciona a uno el encuentro con la muerte, corrió hacia el acantilado y se tiró al vacío. Sus antiguos amigos siguieron disparándole todavía un buen rato. Simón recobro la calma y les pidió a sus secuaces que se reunieran bajo la sombra de un árbol.
—Señores: ustedes saben que sin Rael y sin Juan yo soy la cabeza del grupo. Espero su total colaboración y su lealtad; no quiero otro Suertudo entre nosotros.
El ritual del poder se cumplió una vez más. Cada uno de los presentes saludó de mano a Simón, expresándole su juramento de lealtad y manifestándole la suerte de tenerlo como Jefe de Jefes.
En el noticiero de T.V. de la medianoche, después de dar el resumen de noticias, todo el tiempo restante fue para la nota del año: «El Cartel del Noreste, descabezado».
Habló el Presidente: «Hoy confirmamos la eficacia de las estrategias empleadas en la guerra contra el narco. Ya estamos viendo la luz al final del tenebroso túnel, y así seguiremos hasta la victoria total», dijo con total exaltación.
Habló el presidente del Senado: «Las fuerzas armadas han actuado oportuna y acertadamente, en el marco de la nueva legislación recientemente aprobada».
Habló el jerarca religioso más importante del país: «Felicitemos al Presidente y al ejército por este importantísimo triunfo; la juventud de este país estará más segura».
Habló el General: «Fue una ardua labor de inteligencia. Por respeto, no mostramos los cadáveres, que quedaron en muy mal estado. Lamentamos la muerte del teniente José Mario Montes, que fue la única baja de nuestro lado. Está perfectamente comprobado que los cuerpos pertenecen a los cabecillas del Cártel del Noreste: Israel Merino, jefe del cártel, y Juan Reyes, su mano derecha».
Habló, y mucho, el locutor estrella de la T.V., repartiendo elogios para todo mundo, pero sobre todo para el artífice de la lucha contra viento y marea, contra los malignos, contra, a veces, sus propios compañeros de partido. Por supuesto, me refiero al Señor Presidente.
En la tranquilidad de su pent-house en Houston, Rael Merino y el Arqui brindaron con tequila por el General y su espléndido plan. Oficialmente muertos, sólo necesitaban bajar unos cuantos kilos, pintarse el pelo, quitarse el bigote y hablar sin acento para poder viajar por todo el mundo en compañía de quien se les viniese en gana. El Cártel seguiría funcionando, y muy bien, con Simón al frente y con la protección del General.
En el ministerio de Defensa, el ministro y su secretario particular lamentaban una vez más de su mala suerte: «Ya lo teníamos, pero quisimos matar dos pájaros de un tiro, y el teniente Montes no fue capaz de completar el trabajo. Debemos empezar de nuevo, antes de que el General se apodere del ejército».
En la suite presidencial del más lujoso hotel de la ciudad, el General hizo la última llamada de la noche:
—I know what you saw on T.V. Don’t worry, the business goes on. It is ok. I’ll see you next Friday. Thank you. Bye.
No cabe duda: yo sí soy un suertudo. ♦


Con el cuento Cuál es la prisa, en automático recordé también una vieja lectura de Maximo Gorki, Mis universidades, el aprendizaje que da la vida, ni más ni menos. Bienvenidas este tipo de colaboraciones.
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