El nahual… «De noche los perros ladran porque habrán visto algo»

• Narración de Felipe Rangel Cordero, oriundo de Xochimilco, acerca del nahual, con motivo de la conmemoración de Día de Muertos

Por Felipe Rangel Cordero

Para el señor Carlos Correa (q.e.p.d.).

Y para mi tío Rodolfo Cordero,

gran arqueólogo de mitos y leyendas

Me asaltaba el recuerdo de sus voces y chismes, cada vez que mis dolidos pies cruzaban la esquina que dobla en dirección a mi hogar, e incluso metros antes, y yo sonreía meneando la cabeza como intentando alejar de mi pensamiento sus extrañas consejas. Y apresuro el paso atravesando de nuevo el oscuro callejón, mientras, allá arriba, en una hermosa noche azulada, miles de estrellitas palpitan descorriendo su plácido encanto.

«Mira, ándate con cuidado, Carlos. Está bien que no creas en esas cosas, pero por lo menos carga contigo tu navaja, un palo, no sé… O ya de perdis un cristito, compadre…»

Sin aminorar el paso recorro el largo callejón, esquivando sombras y uno que otro gato huyendo que me sale sorpresivo. No me espanta la oscuridad, de veras. Me gusta la noche y su silencio, su fresca sensación. Siempre regreso entero del trabajo; un poco fatigado, pero feliz y despabilado, y cuando camino por esta callecita amable que desemboca en mi puerta, como si se tratara de polillas que rebotan en el antiguo farol, vienen a mi mente los relatos fascinantes que mi abuelita solía platicar, cada vez que recalentaba tortillas al calor del fogón aquellas tardes lluviosas y frías, sobre extrañas criaturas mitad animal mitad hombre, o de mujeres horribles y siniestras que conjuraban poderes malignos… Y claro, las charlas de los cuates, siempre que nos reunimos en la esquina de mi calle, bajo el farol, a tomar cervezas o a fumar horas y horas, con la cobija envolviendo los curtidos cuerpos labriegos, y el sucio sombrero amagando las canas y los sueños huidizos…

«Sí, hombre. Yo una vez lo vi. Clarito que me acuerdo. Estaba borracho, pero no tanto; nomás un poquito, pero ahí estaba yo, oculto tras un poste, como a diez metros de eso. Le brillaban los ojos y varios perros aullando lo seguían pero a distancia, sin acercarse demasiado, pues aquel animalón de piel oscura, que babeaba y se tambaleaba, de veras daba miedo. Con decirte que nadie salió de sus casas para ver el motivo de tanto alboroto. Luego, por el frío o por la borrachera, me quedé dormido recostado en el poste. Pero te juro que entre los sueños todavía se oían aullidos a lo lejos, por los callejones del barrio…»

Casi llegando a mi zaguancito, me detengo un momento a contemplar de soslayo  las oscuras aguas del canal, y, sí está, la desmembrada imagen de la luna sobre el agua quieta. Inconscientemente, como alertado por un mal presagio o alguna de esas extrañas historias que quisiera creer, escudriño la oscuridad y sólo atino a imaginarme luces que tililan o algún espanto desvelado que huye, advertido por mi secreto propósito de vislumbrar lo imposible, de conocer la verdad que se insinúa en las sombras recortadas de los altos ahuejotes en el canal; en el acalote de recuerdos que nutre a la noche viva y los temores irracionales.

«Oye, ¿te acuerdas del cuate aquel que vivía al lado de la capillita, junto a la palmera grandotota? Pues fíjate que la otra vez que estábamos tomándonos unas copas, allí en la esquina, como a eso de las diez de la noche, que lo vemos llegar todo espantado; todo lleno de moretones y sucio de polvo. Feo de veras estaba el pobre muchacho. Y, ¿qué crees? Pues que nos cuenta, así, con los ojos bien abiertos como de tecolote, toditito él temblando, que nadie le había pegado, ningún vecino o ratero. Sino que iba pasando, aca, claro, medio pasadón de copas, ahí por el callejón donde tú vives, y que de repente le sale al paso un perrote negro que se lo quedó viendo, inmóvil, con los ojos chispeantes, impidiéndole proseguir. Según él, se le erizaron los cabellos y se le puso la carne de gallina, y entonces hizo intento de salir corriendo como alma que lleva el diablo. Y cuando menos lo esperó, ¡zas! Que le sale de frente el animal aquel. Y que lo derriba y que lo comienza a arrastrar dejándolo bien molido al pobre cuate…»

Mi perro favorito sale a mi encuentro, abriéndose paso entre la penumbra, devolviéndole la cordura al mundo; y yo, a ciegas (creo que si de verdad fuera ciego fácilmente podría orientarme hasta el interior de la casa, pues conozco a la perfección mi terrenito), sin apenas tropezar, llego hasta la salita iluminada por las veladoras que ha puesto mi mujer, y aspiro ese aroma a encierro, a cera derretida, a suspiros contenidos en los dulces nardos que fenecen bajo los faldones del Santo Patrono. Trago de jalón un jarro de atole frío, y ya en mi cuarto, escuchando el desganado ejercicio del reloj de madera antiguo, herencia de mis padres, me desvisto y me cuelo en las sábanas frías, recostado de lado, pronto a remontarme en sueños. Mecánicamente me persigno y, casi empezando, me arrepiento de elevar un rezo, pues el sueño me acomete acariciante, diluyendo de a poco mi razón. Y, ligero del todo, pienso que vago por un territorio vasto que perpetúa los imposibles.

y que de repente le sale al paso un perrote negro que se lo quedó viendo, inmóvil, con los ojos chispeantes

«¡Sí! ¡Sí es cierto, Chinita! Yo lo vide a’i mesmo, cuando juí al molino de madrugada. Estaba pegado a la pared de adobes, paradote en sus patas traseras, como tratando de escuchar algo repegando su orejota, y hacía como que rascaba el muro y se carcajeaba. Del susto me juí rápido, pero le digo que el nahual estaba allí mesmo. Como que quería algo. No sé. A lo mejor hacer maldá. Como… como si juera una persona, pero pos no. Era un perro…

»De noche los perros ladran porque están jugando, o porque habrán visto algo. No sé. A lo mejor un gato, un ladrón, un… ¡un no sé qué!»

Tranquilo, dormía. De pronto, unos aullidos entrecortados, impacientes, me despiertan. Mi esposa y mis hijos parecen no escuchar los lastimeros ruidos que provienen de cerca, en el callejón quizá. Ni lo pienso. Me levanto, tomo mi machete y mi linterna y bajo los escalones. Ya en la sala observo a través de los cristales de las ventanas que dan al patio, a los corrales y al canal. Nada. Todo parece en orden, salvo los agónicos aullidos de, me atrevo a pensar, tres perros a lo sumo. Una nerviosa sensación resbala fría por mi nuca, enterrándose en mi cerebro, al escuchar, o al parecer escuchar risillas y pasos que corren. Me decido a salir al amplio patio, y al abrir la puerta, los ruidos cesan repentinamente. Una oleada del frío aire de medianoche me crispa los músculos, alertándome al punto. Despacio recorro, linterna en mano, los corrales donde ya me miran somnolientas las gallinas y guajolotas que de a poco vuelven a quedar acurrucadas. Una lechuza blanquísima, silenciosa, pasa volando sobre los ahuejotes de detrás de la casa y se pierde a lo lejos. Hurgo en el cuarto de herramientas constatando el debido orden, y el también siempre presente chillido de los ratones huyendo por entre las cazuelas, ollas y costales apilados y las mazorcas apolilladas no me consuela nada. Me decido entonces a merodear la zona que da al canal, donde las canoas y chalupones de mi propiedad y de mis cuñados yacen serenas, mecidas apenas por un tímido oleaje. Arriba, la nívea oblea luminosa de la luna es borrada gradualmente por un cortejo de otros universos, de otras dimensiones. El paisaje nocturno conviértese entonces en territorio intermedio de irrealidad, anhelos y sinrazones.

Una a una voy alumbrando las canoas, su carcomida arquitectura de madera, sintiendo, aterido, el viento, despierto y el croar pulsante, en hervor, de las ranas, únicos testigos reales de esta locura. De pronto, en una de las trajineras cubiertas, en el extremo que da al canal, un chapoteo mayúsculo se cuela atenazante, dislocando lo que hasta entonces parecía normal. El abrupto silencio de la vida en esas tinieblas, permitiéndome verlo por primera vez… Más bien, imaginármelo, ahora lo pienso. Tras dos lucecitas rojizas configurando un par de ojos que miran inteligentemente, la silueta húmeda, contrahecha, de un cuerpo robusto y grande de algo así como un perro que se agazapa, da un paso y se detiene, rígido, balanceándose a uno y otro lado. Lentamente cayendo su mandíbula, desencajándose –repito, seguramente me lo imaginé– en una sonrisa malévola infundida de eco y vida por un remoto lenguaje arcano que pareció detener al mundo, dejando fluir un legendario miedo en cada respiro, en cada parpadeo, en cada palpitar de un tiempo incierto que obsesionante se escurría entre las sombras.

«¿Qué por qué esos aullidos tan feos? Ay, mi hijita. La gente dice que en las calles hay tantas cosas. Espantos, almas penando y no sé qué cosas más. Pero eso que estás oyendo, esos aullidos lejanos… es distinto. Seguro que anda un nahual por a’i… Pero, ¡qué cosas! Ven, persignémonos y recemos un poco para que podamos dormir tranquilas…»

El frenético ladrido de mi perro me saca bruscamente del trance en el que estaba sumido, y, torpe de movimientos, caigo en cuenta que he olvidado el machete que traía en el cuarto de herramientas; y ya inyectado del todo con una dosis de ansiedad galopante, emprendo la carrera hacia la covacha, dispuesto a todo, con mi primitivo instinto de supervivencia pujando en mi corazón desbocado, mientras un sudor frío lubrica mi desesperación.

«Sí, Carlitos. Mi abuelo me dijo una vez que cuando te salga al paso uno de esos nahuales, comenzarás, no a rezar ni a implorar ayuda, sino a decirle un montón de groserías. Ja, ja, todas las que te sepas. Ah, pero tienes que desnudarte y ponerte los calzones al revés. ¡Oh, en serio mi buen! Y verás cómo la criatura esa sale huyendo y no vuelve a molestarte jamás…»

Rápido busco a tientas el maldito machete que olvidé recargado en una tabla, y al empuñarlo y volverme, sin explicarme cómo, el animal ese se me echa encima con una fuerza descomunal que me derriba. Pero yo, como soy un hombre que no se asusta así nomás porque sí, pues que me le aviento también a patadas y golpes, farfullando leperada y media. Y no me lo van a creer, pero cada que le ponía tremendo patadón al nahual ese, extrañamente no chillaba como todo perro lo haría. No. Se escuchaba claramente una especie de quejido, como cuando una persona se queda sin aire. Y yo lo correteaba por todo el patio haciendo gran escándalo; maldiciéndolo como solamente yo sé hacerlo. Hasta que el perro aquel, en una de sus huidas, alcanzó una de las chalupas, aventándose a las negras aguas del canal, sumergiéndose entre ondas y burbujeos en el universo nocturno del que había salido, convertido en algo real, en algo tangible y, sin embargo, inexplicable. Nunca supe qué fue lo que pasó con esa criatura, pero así fue como ocurrió aquella noche fría de noviembre.

Después de todo lo acontecido, desperté a mi familia, la cual nunca se enteró a pesar del ruideral y hasta ni me lo creyeron, y tras una reconfortante taza de café y unas quesadillas, volvimos a acostarnos. Yo todavía con cierto sobresalto por lo acontecido, acurruqué el machete entre mis cobijas y despacito me fue ganando el sueño.

Más tarde, sin dormirme todavía por completo pero sin estar despierto, podía ver claramente, con los ojos cerrados, que se abrían de par en par las puertas del cuarto, y que entre una nubosidad ligera aparecía el perro negro aquel, parado en sus extremidades posteriores, esbozando una risa burlona. Pero su imagen se sobreponía, translúcida, a la de un hombre alto de piel clara, que dejaba oír sonoras carcajadas, y como que quería acercárseme pero no podía. Cada que yo abría los ojos, la imagen se esfumaba, para reaparecer en la penumbra, hasta que no sé por qué razón, la imagen aquella del perro y el hombre se fue alejando, perdiéndose en la espesura de las pesadillas.

el nahual estaba allí mesmo. Como que quería algo. No sé. A lo mejor hacer maldá

A partir de aquella experiencia, que no sé muy bien si fue real o soñada, mis amigos y vecinos dicen que ya no han vuelto a ver al nahual rondando por el callejón, y desde entonces ya no espantan ni golpean a nadie en la esquina de la calle donde todas las noches los amigos me esperan para que platiquemos una vez más la hazaña, entre cigarros exhaustos y copas relamidas.

«Sabes, Carlos, tú le ganaste al nahual y por eso ya no te molestará.

»No, compadre. Ya no he visto a ninguno de esos que dice asté, rascando en su pared. Ora son los vagos los que a’i andan namás. Mírelos…»

Ahora, siempre que regreso de la chamba, caminando despacio por las calles, hoy bien iluminadas y pavimentadas de mi Xochimilco querido, cuando llego a mi callejón, volteo hacia el extenso canal donde todavía se pudren nuestras canoas y alguna otra cosa más… Una sonrisa ligera se me dibuja en las arrugas del rostro, serenándome el alma, aunque con un dejo de nostalgia por lo acontecido hace ya tantos años.

En las noches frías, de vez en cuando siguen los perros aullando, vaya Dios a saber por qué. Pero yo logro siempre conciliar el sueño (conforme uno se va haciendo más y más viejo, menos deseos se tienen de estar despierto), y pienso, sólo por un momento, en los malos que han de ser sus dueños; o en que puede tratarse de un gato, un rondador, o… mmmm, vaya usted a saber de qué. ♦

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Octubre de 2006

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